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o tres luises en la bolsa, esperando hallar el resto en la de mi amigo L, en Chambery. Pero, pocos días antes de mi marcha, mi madre, pensando en ello una noche, encontró en su corazón el recurso que sólo un corazón de madre podía encontrar.

XCIV

En un ángulo del jardinillo, que bordeaba por dos lados la casa paberna, había un bosquetecompuesto de dos o tres tilos, una encina verde y siete u ocho tortuosos ojaranzos, resto de un bosque plantado hacía siglos, y que había sido respetado, sin duda, como genio del lar cuando se desmontó la colina, se edificó la casa y se muró el jardín. Aquellos hermosos árboles formaban el salón al aire libre de la familia en los días de verano. Sus botones en la primavera, sus matices en otoño, sus hojas muertas en el invierno, reemplazadas por la escarcha, que cubría sus viejas ramas como blancos cabellos, nos indicaban las estaciones. Su sombra, replegada a sus pies o extendida por la platabanda de césped que los rodeaba, nos señalaba las horas mejor que un reloj.

Mi madre nos había amamantado, mecido y enseñado a andar bajo sus hojas. Mi padre se sentaba allí, con un libro en la mano, cuando volvía de caza; la brillante escopeta, suspendida de una rama; los perros, jadeantes, tumbados junto al banco. Yo también había allí pasado las más dul-