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Saboya, y allí viviría yo de ella como ella de mí, sin que se me ocurriese echar de menos este mundo vacío y sin pedir al amor otra recompensa que la ventura de amar...

XCIII

Sólo una cosa me apartaba rudamente en ocasiones de la región de mis sueños, y era la penuria cruel en que la casa paterna había caído a causa de mis infructuosos derroches. Las cosechas se habían perdido varios años seguidos, y los accidentes de fortuna habían convertido casi en miseria la humilde mediocridad de mis padres.

Cada vez que iba, los domingos, a ver a mi madre, me descubría sus dificultades y derramaba lágrimas. A mi padre y a mis hermanos se lo ocultaba. Yo también me hallaba en situación extremadamente precaria. No vivía, en la pequeña alquería, más que de pan negro, leche y huevos del corral. Secretamente iba vendiendo en el pueblo los vestidos y los libros que había llevado de París, para tener con qué pagar las cartas de Julia, para lo cual habría vendido gotas de mi sangre.

Sin embargo, ya acababa el mes de septiembre. Julia me escribía que la inquietud que le inspiraba la salud de su marido, que de día en día iba debilitándose—¡oh piadoso fraude del amor para disfrazar sus propios males y librar-