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atribuía estas raras disonancias a algún recuerdo ingrato, o a impaciencia por la lentitud de los días, sombras que habrían pasado sobre la página mientras me escribía.

El aire elástico de las montañas, el sueño de noche, el trabajo corporal en la huerta y en la alquería de mi padre, y, principalmente, la proximidad del otoño y la certidumbre de volver pronto a ver a aquella que tenía mi vida en su mirada, me habían restablecido rápidamente. No me quedaba más huella de mis sufrimientos que una melancolía dulce y pensativa reflejada en mis facciones; era como una bruma en una mañana estival; era un silencio que parecía contener un misterio, un instinto de soledad que hacía creer a los supersticiosos campesinos de la montaña que yo celebraba entrevistas con los genios de los bosques.

El amor había abatido en mí todas las ambiciones. Había aceptado mi pobreza y mi obscuridad para toda la vida. La resignación piadosa y serena de mi madre se había introducido en mi espíritu con sus santas y dulces palabras. Yo no pensaba ya más que en trabajar diez u once meses del año con la mano o con la pluma, y reunir así las economías suficientes para pasar un mes o dos al lado de Julia, y luego. si el anciano llegaba a faltarla, esclavizarme en su servicio, como Rousseau con madame de Warens. Viviríamos entonces en cualquier cabaña aislada, en aquellas montañas o en uno de los hotelitos de nuestra