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ros, por las desnudas colinas del camino del Me diodía. Durante el largo y sombrío viaje no abrí los labios ni una sola vez.

Mi madre me recibió con esa ternura resignada y serena que, estando a su lado, casi convertía la desgracia en felicidad. Lo que pudo hallar en mí fué un cuerpo enfermo, unas esperanzas consumidas, un diamante gastado en vano y una melancolía que ella atribuyó a la juventud ociosa y a la imaginación sin alimento, y cuya verdadera causa le oculté cuidadosamente, temiendo añadir a sus penas una pena irremediable más.

Pasé el verano, solo, en el fondo de un valle desierto, en ásperas montañas, donde mi padre tenía una alquería cultivada por una familia de labradores. Mi madre me había enviado allí, confiándome al cuidado de aquellas buenas gentes, para que me alimentase de leche y aire. Mi única ocupación fué contar los días que me separaban del momento en que había de esperar a Julia en nuestro querido valle de los Alpes. Sus cartas, que recibía y contestaba a diario, mantenían mi tranquilidad. Con la jovialidad y el cariño de sus frases dis paba la nube de presentimientos siniestros que la despedida me había dejado en el alma. De vez en cuando, alguna frase de desaliento y de tristeza, lanzada o involuntariamente dividada en medio de aquellas perspectivas de dicha, como una hoja muerta entre las hojas verdes de la primavera, me parecía en contradicción con la calma y la florida salud de que ella me hablaba. Pero yo