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se, que al mismo tiempo volvimos a otro lado la mirada, y, las bocas contra la tierra, estallamos en sollozos. Una lágrima arrastraba a otra lágrima; un pensamiento, a otro pensamiento; un presagio, a otro presagio; un sollozo, a otro sollozo.

Algunas veces intentamos hablarnos; pero el acento desgarrador de la voz del uno desgarraba más la voz del otro: acabamos por ceder a la naturaleza y verter, durante horas, que sólo lạ sombra medía, cuantas lágrimas había en nuestras fuentes interiores. La hierba se empapó de ellas, el viento las secó, la tierra las bebió. Dios las contó y los rayos del Sol las evaporaron. No quedaba una gota de angustia en nuestras almas cuando nos levantamos el uno ante el otro, casi sin vernos a través de las nubes de nuestros ojos.

Eso fué nuestra despedida: una imagen fúnebre, un océano de lágrimas, un silencio eterno.. Nos separamos así, sin mirarnos más, temiendo caer vencidos al choque de nuestras miradas. Aquel jardín abandonado por nuestro amor y nuestra despedida nunca más verá la huella de mis pasos.

XCII

Al siguiente día caminaba yo, aniquilado y silencioso, entre cinco o seis desconocidos que charlaban alegnemente sobre la calidad del vino y el precio de la comida en la posada, en uno de esos coches vulgares. en que se amontonan los viaje-