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llo sobre un arroyo, un poco alejado el uno del otro, como si nos importunase hasta el rumor de nuestra respiración, o como si instintivamente hubiésemos querido ocultarnos mutuamente el sordo murmullo de los sollozos interiores que ser tíamos próximos a estallar en nuestros pechos.

Mirábamos distraídamente el agua verde y oleosa que lentamente iba dejándose tragar por el arco del puentecillo. Ora arrastraba una blanca hoja de lirio desprendido de la orilla, ora un nido vacío, que el viento había derribado del árbol. De pronto vimos flotar, con las alas inmóviles e invertidas, el cuerpo de una pobre gólondrinita de primavera. Se había ahogado, indudablemente, al beber en tal copa antes de que sus alas fuesen bastante fuertes para sostenerla, Nos recordó la golondrina que cayó muerta a nuestros pies un día, desde lo alto de la torre desmantelada del viejo castillo, al borde del lago, y que nos entristeció como un presagio. El ave muerta pasó lentamente por delante de nosotros, y el agua, sin un pliegue, la arrastró y la abismó en la profunda noche del arco del puente.

Cuando el cuerpo del pájaro hubo desaparecido, vimos que otra golondrina pasaba y repasaba cien veces bajo el arco, piando con angustia y rozando sus alas con la cimbra. Nos miramos involuntariamente. No sé qué dijeron nuestras miradas al encontrarse; pero la desesperación de un pobre pájaro encontró nuestros párpados tan llenos y nuestros corazones tan prontos a romper-