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aquellas tarjetas privilegiadas gracias a un amigo de juventud de mi madre, agregado a la casa de los príncipes. Elegí aquella soledad porque sabía que los dueños estaban ausentes, que se habían suspendido los permisos de entrada y que los mismos jardineros se habían alejado para celebrar un día de fiesta y vacación.

Aquel magnífico. desierto plantado de sotos, salpicado de praderas, regado de aguas corrientes o estanques dormidos, poetizado por monumentos, columnas y ruinas, imágenes del tiempo en que el arte ha imitado la vetustez de las piedras y donde las hiedras roen los despojos, no tendría aquel día otros huéspedes que los rayos del Sol, los insectos, los pájaros y nosotros. ¡Pero tampoco habían de verse nunca regados por más lágrimas aquellas hojes y aquellos céspedes!

Cuanto más tibio y resplandeciente estaba el cielo; cuanto más se combatían deliciosamente sobre las hierbas la luz y las sombras, como la sombra de las alas de un pájaro perseguido por otro; cuanto más lanzaban los ruiseñores sus notas jubilosas y balbucientes al aire sonoro; cuanto más reflejaban las aguas en su espejo bruñido los lirios, las margaritas y las primaveras azu les que, derribadas, tapizaban los taludes de sus lechos, más triste nos parecía aquella alegría y más contrastaba aquella luminosa serenidad de una mañana de primavera con la nube sombría que pesaba sobre nuestros corazones. En vano queríamos engañarnos por un instante, embebe-