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días fueron de delicias, pero también de angustia y de agonía. En cada mirada, en cada frase, en cada apretón de manos, sentíamos el frío del mañana que se acercaba. Tales dichas no son dichas: son torturas del corazón y suplicios del amor!

Consagramos a nuestra despedida todo el día que precedió al de mi marcha. Queríamos darnos el adiós, no en la sombra de los muros que sofocan el alma y bajo la mirada de los importunos que repele el corazón, sino bajo el cielo, al aire libre, en la luz, en la soledad y en el silencio. La Naturaleza se asocia a todas las sensaciones del hombre. Las comprende y parece compartirlas como un confidente invisible. ¡Las lleva al cielo para divinizarlas!

XCI

Aquella mañana nos llevó un coche que yo había alquilado hasta la noche. Habíamos bajado los cristales y corrido las cortinillas. Atravesamos las calles casi desiertas de los barrios de París que terminan en el parque, cerrado por altas murallas, de Monceau. Aquel jardín, entonces exclusivamente reservado al paseo de los príncipes, sus dueños, no se abría sino a la presentación de tarjetas de entrada, que se distribuían con extremada parsimonia y sólo a algunos extranjeros o viajeros curiosos que deseaban contemplar aquel prodigio de vegetación. Yo había obtenido una de