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su cama pendía de la pared un reloj. Alain sostenía entre sus manos, juntas sobre el pecho, un crucifijo, modelo de paciencia. Sus miradas no se apartaban del celeste amigo, como si hubiesen celebrado su entrevista al pie de la cruz.

Cuando sufría más de lo que podían soportar sus fuerzas, pedía que le acercasen un momento el crucifijo a la boca, y sus lamentos se confundían con sus bendiciones. Se durmió, al fin, en la esperanza y en el bien que había hecho. Había encargado a los pobres de llevar delante de él al Dios de la misericordia su tesoro acumulado en buenas obras. Murió sin dejar herencia, en una buhardilla, sobre un jergón. Los pobres condujeron su cuerpo y le dieron la sepultura de la caridad en la tierra común. ¡Oh santa alma que todavía con el recuerdo veo sonreír en aquel rostro de bondad e interno júbilo! Tanta virtud, ¿habría sido no más que un engaño para ti? ¿Te desvanecerías como el reflejo de mi lámpara sobre tu retrato cuando mi mano retira el resplandor que me ayuda a contemplarte? No, no. ¡Dios es leal! ¡No te pudo engañar, a ti que no habrías querido engañar a un niño!

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El médico se interesó por mí con la mayor ternura. Diríase que Julia le había transmitido una parte de su cariño. Comprendió bien mi mal, sin