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a costa de su felicidad. Me enviaba su médico para añadir la autoridad de la ciencia a las súplícas del amor. Aquel médico, o, mejor, aquel amigo, el doctor Alain, era uno de esos benditos hombres cuya fisonomía parece llevar un reflejo celeste a las buhardillas de los pobres a quienes visitan. Enfermo él también del corazón a consecuencia de una pasión misteriosa y pura por una de las mujeres más bellas de París; poseedor de una modesta fortuna, suficiente para su sobria vida y para sus caridades; hombre de una piedad tierna, activa, tolerante, no ejercía su profesión más que con algunos amigos y con los indigentes. Su medicina no era otra que la amistad o la caridad en acción. Es ésa una profesión tan hermosa cuando no se inspira en la avaricia, ejercita tanto la sensibilidad humana, que, empezando como una profesión, suele' acabar como una virtud. Para el pobre doctor Alain, la medicina se había convertido, más que en virtud, en pasión por aliviar las miserias del alma y el cuerpo. Algunas veces están tan juntas!... Alain llevaba a Dios adonde llevaba la vida. ¡Hacía resplandecer la serenidad y la inmortalidad hasta en la muerte!

Le vi morir, años más tarde, de la muerte de los buenos y los justos. ¡Había hecho el aprendizaje a la cabecera de tantos moribundos! Clavado en el lecho, sin movimiento, durante seis meses de agonía, contaba con los ojos las horas que le separaban de la eternidad. A los pies de