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he—sentido, lo he comprendido en este momento de ventura! Rafael! ¡Ya no sois vos lo que yo amo; yo no soy yo la que vos amáis; en adelante, adoremos a Dios el uno en el otro: vos a través de mí, yo a través de vos! ¡Vos y yo a través de estas lágrimas de beatitud que nos revelan y nos ocultan a la vez el fuego inmortal de nuestros corazones! ¡Perezcan—añadió con más fervor en la mirada y en el acento, perezcan los vanos nombres que hemos dado hasta aquí a los lazos que nos unían! ¡No hay más que uno que los exprese: el que ha venido, por fin, a revelárseme en vuestros ojos! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!—volvió a exclamar como si hubiera querido enseñarse a sí misma un idioma nuevo. ¡Dios eres tú! ¡Yo soy Dios para ti! ¡Dios somos nosotros! El sentimiento que nos angustiaba al uno por el otro ya no será para nosotros el amor, sino una santa y deliciosa adoración. Me comprendéis, Rafael?

¡Ya no seréis Rafael: seréis mi culto de Dios!" Nos levantamos en un arrebato de entusiasmo.

Besamos la corteza del árbol. La bendijimos por la inspiración que de sus ramas había bajado a nosotros. Y le dimos un nombre: 'le llamamos el árbol de la adoración. Descendimos con lento paso la rampa de Saint—Cloud para volver de nuevo al ruido de París. Pero ella volvía con la fe y el sentimiento de Dios, hallados al fin en su corazón, y yo con la alegría de saber que ella llevaba en el corazón aquel Iuminoso manantial interior de consuelo, esperanza y paz.