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este silencio, esta soledad con vos; esta completa asimilación de nuestras almas, que no necesitan hablarse para entenderse y que respiran por ambos en un solo soplo, es demasiado, demasiado para una naturaleza mortal que el exceso de la alegría puede ahogar, como el exceso del dolor, y que no teniendo ni un grito en el pecho, gime de no poder gemir y llora de no poder agradecer bastante!..." Se detuvo un momento: sus mejillas se colorearon. Yo temblaba temiendo que la muerte la sorprendiese en su florecimiento. Su voz me tranquilizó en seguida. "Rafael, Rafael!—exclamó con una solemnidad en el acento que me produjo asombro y como si fuese a anunciarme una gran noticia larga y penosamente esperada.

¡Rafael! ¡Hay un Dios!" "Y quién os lo ha revelado hoy mejor que otro día cualquiera?"—le dije. "El amor!—respondió alzando lentamente al cielo sus bellos ojos húmedos—. ¡Sí; el amor, cuyos torrentes acabo de sentir correr por mi corazón con murmullos, destellos y plenitudes que todavía no había experimentado con la misma fuerza y la misma paz! ¡No, ya no dudo—prosiguió con un acento mezclado de certidumbre y alegría; el manantial de donde viene esta felicidad que inunda el alma no puede estar en la tierra; no puede perderse después de haber surgido! Hay un Dios: hay un amor eterno del que no es el nuestro más que una gota que iremos a confundir juntos en el océano divino de donde la hemos sacado. ¡Ese océano es Dios! ¡Lo he visto, lo