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lidad de la obra de Dios en derredor nuestro; nos poseíamos tan perfectamente el uno al otro en aquella soledad, que nuestros pensamientos y nuestras sensaciones, sobreabundantes, pero satisfechos, se bastaban. No teníamos ni siquiera la fatiga interior de buscar palabras para expresarlos. Eramos como el vaso lleno cuya misma plenitud inmoviliza el líquido. Nada más cabía en nuestros corazones; pero nuestros corazones eran bastante grandes para contenerlo todo. Nada intentaba escaparse de ellos. Apenas se nos habría sentido respirar.

No sé cuánto tiempo permanecimos así, mudas e inmóviles el uno junto al otro, sentados en las raíces de la encina, las ramas sobre los ojos, la cabeza entre las manos, los pies en el rayo del sol, sobre la hierba, la sombra en nuestras frentes. Pero cuando yo levanté la cabeza, la sombra había ya retrocedido del vestido de Julia y se proyectaba ante nosotros sobre el césped.

La miré. Alzó el rostro como por el mismo impulso que me había hecho alzar el mío. Me miró, y sin poder decirme una palabra, se deshizo en lágrimas. "¿Por qué lloráis?"—le pregunté con inquieta emoción, pero a media voz, por no turbar y distraer sus mudos pensamientos. "De felicidad!" me respondió—. Sonreía con los labios, en tanto que gruesas lágrimas corrían y brillaban como rocío de primavera en sus mejillas. "¡Oh, sí; de dicha continuó; este día, esta hora, este cielo, este sitio, esta paz, 1.

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