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donda de un lago cuyas olas fuesen las hierbas y los follajes. Si se mira al valle de Sevres, no hay más perspectiva que una ancha y larga pradera en declive, que desciende rápida hacia el río como una cascada de heno ondulado por el viento, y va a perderse en el fondo del valle, entre negras masas de monte poblado de corzos. Sobre este monte se ven, del otro lado del Sena, los grandes tejados de azulada pizarra y la cima de los majestuosos parques de Meudon, que se recortan sobre el cielo estival. En aquella colina, donde se disfruta a la vez de la elevación de un cabo, del silencio y el abrigo de un valle y de la soledad de un desierto, solíamos sentarnos con frecuencia.

El pecho respira allí mejor. El oído se sumerge allí en mayor recogimiento. El alma vuela más alto sobre los horizontes de la vida.

Subimos una de las primeras mañanas del mes de mayo. Es la hora en que el inmenso bosque tiene por únicos huéspedes los gamos, que salen a retozar por las avenidas desiertas. Raros guar dabosques atraviesan, como puntos negros, estas avenidas por el extremo horizonte. Nos sentamos bajo el séptimo árbol de los que forman el semicírculo cóncavo de la encrucijada, enfrente de la pradera de Sevres. Hay siglos en la armazón viviente de esa encina y en las cicatrices de sus ramas. Sus raíces, al henchirse de savia para nutrir y sostener el tronco, han hecho reventar la tierra a sus pies y la rodean de un talud de musgo. El musgo forma un banco natural, cuyo res—

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