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reservábamos su lectura para cuando estuviésemos separados. Debían recordarnos por siempre lo que no queríamos perder jamás de nuestras deliciosas entrevistas.

Nos sentábamos a la sombra, al borde del paseo. Abríamos un libro, intentábamos leer y nunca podíamos llegar al final de la página; gustábanos más leer en nosotros mismos las páginas inagotables de nuestras propias impresiones. Yo iba a buscar leche y pan moreno en alguna granja próxima. Comíamos sobre la hierba y arrojábamos el resto de la copa a las hormigas, las migas de pan a los pajarillos. Al ponerse el Sol volvíamos al océano tumultuoso de París: el ruido y la muchedumbre nos oprimían el corazón. Dejaba a Julia, enajenada del placer del día, a su puerta, y yo regresaba, agotado de felicidad, a mi habitación vacía, y golpeaba sus muros para que, al derrumbarse, me devolviesen la luz, la naturaleza y el amor de que me privaban. Comía sin gusto. Leía sin comprender. Encendía mi lámpara; esperaba, contando las horas, que la noche estuviese lo bastante avanzada para atreverme a volver a la puerta de ella y reanudar la conversación de la mañana.

LXXXVI

Al día siguiente reanudábamos las mismas excursiones. ¡Ah, cuántos troncos de árbol de aquellos bosques están señalados por mí, en la raíz o