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iba yo a buscarla a su puerta, en el centro del día. Montábamos en un coche cerrado para evitar las miradas y las observaciones ligeras que los conocidos o los desconocidos pudieran hacer al ver a una mujer tan hechicera sola con un hombre de mi edad. No me parecía bastante a ella para pasar por su hermano. Dejábamos el carruaje a la entrada de los grandes bosques, al pie de las colinas, a las puertas de los parques de los alrededores de París. Buscábamos en Meudon, en Sevres, en Satory, en Vincennes, las más largas y solitarias avenidas tapizadas de hierba en flor, que las pesuñas de los caballos no huellan jamás, excepto los días de cacería regia. No encontrábamos allí más que niños y pobres mujeres que escarbaban la tierra con sus largos cuchillos para buscar achicoria. De vez en cuando, una corza espantada se abría camino entre el ramaje, cruzaba la avenida, mirándonos, y se perdía en el bosque. Marchábamos en silencio, a veces el uno delante del otro, y otras apoyando ella su mano en mi brazo. Hablábamos del porvenir, de la dicha de poseer una sola fanega entre tantos millares de fanegas deshabitadas, con una casita de guarda bajo una de aquellas viejas encinas.

Soñábamos en alta voz. Cogíamos violetas y hierba doncella, con las cuales hacíamos jeroglíficos, que cambiábamos entre nosotros, y que, conservados en hojas lisas de eléboro, guardaban el significado que habíamos querido darles de tal recuerdo, tal mirada, tal suspiro, tal oración. Nos