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ta a nuestras almas en medio de tantos días de dicha! Nosotros, los más sencillos y los más agradecidos de todos esos seres para los cuales reanima Dios su tierra y sus cielos, no seamos los únicos para quienes los reanima en vano. ¡Sumerjámonos juntos en ese aire, en esos resplandores, en esas hierbas, en esos ramajes, en ese océano de vegetación y resurgimiento que inunda la tierra en estos momentos! ¡Veamos si nada ha envejecido un día en las obras de la creación, si no se ha rebajado en una onda o una nota ese entusiasmo que en nosotros cantaba, gemíaamaba y gritaba en las montañas o sobre las ondas de Saboya!

—Oh, sí, vayamos!—decía ella. No sentiremos más, no nos amaremos mejor, no nos bendeciremos de otro modo; pero habremos hecho a un rincón más de la tierra y del cielo testigo de la dicha de dos pobres seres. El templo de nuestro anor, que sólo estaba en aquellas montañas tan queridas, estará dondequiera que yo haya ido y respirado contigo...

El anciano nos alentó a emprender las excursiones a los hermosos bosques de los alrededores de París. Abrigaba la esperanza, alimentada por los médicos, de que el aire vegetal, al contacto del sol, que todo lo vigoriza, y un moderado ejercicio en pleno campo, robustecerían la enfermiza delicadeza de los nervios de Julia, y darían elasticidad a su corazón. Todos los días de sol, durante las cinco primeras semanas de primavera,