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nos. Nos conturbaron, nos entristecieron, nos atrajeron, por invencible instinto, a contemplarnos, saborearlos, beberlos más de cerca en los bosques y en las soledades de los alrededores de París.

Al concebir tales deseos irresistibles y preparar proyectos de largas excursiones por los bosques de Fontainebleau, Vincennes, San Germán y Versalles, nos parecía que íbamos a encontrar de nuevo nuestros bosques y nuestras aguas de los valles de los Alpes. Por lo menos, allí veríamos los mismos soles y las mismas sombras; allí reconoceríamos el sonoro gemir de los mismos vientos en las ramas.

La primavera, que devolvía la limpidez al cielo y la savia a las plantas, devolvía también una juventud más palpitante y más plena al corazón de Julia. El tinte de sus mejillas era más vivo; los rayos de sus ojos, más azules y más penetrantes. Su palabra tenía más emoción en el acento; su languidez, más suspiros; su andar, más ímpetu y más puerilidad. La agitaba una fiebre de vida hasta en la inmovilidad de su cuarto; y aquella dulce fiebre aceleraba las palabras en sus labios y daba inquietud a sus pies. De noche dejaba las cortinas descorridas, y a cada instante se ponía a la ventana para aspirar la frescura de las aguas, los rayos de Luna, las vaharadas de aire vegetal, que después de cruzar el valle de Meudon, llegaban entibiadas hasta las casas del muelle.

—¡Oh, demos—le decía yo—unos días de fies-