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se perdían en paisajes de vapor y sombra. El alma se iba involuntariamente tras de los ojos. Las portadas de las tiendas, los balcones y ventanas de los muelles estaban cubiertos de tiestos, cuyas flores esparcían su perfume hasta por cima de la cabeza de los transeuntes. En los rincones de las calles y en los extremos de las puertas, los floristas, sentados tras una cortina de plantas florecidas, agitaban los ramos de lilas como si quisieran embalsamar la ciudad. En la habitación de Julia, el hueco de la chimenea se había transformado en gruta de musgo; y en las consolas y en las mesas había floreros llenos de violetas, lirios, rosas y primaveras. Pobres flores desarraigadas de los campos, semejantes a las golondrinas que han entrado alocadas en una estancia y se rozan las alas contra las paredes anunciando los hermosos días de abril a los pobres habitantes de los desvanes! El perfume de aquellas flores nos lle gaba al corazón. Nuestros pensamientos, impresionados por los olores y las imágenes, nos hacían volver, naturalmente, a aquella Naturaleza en cuyo seno nos habíamos encontrado tan solos y tan felices. La habíamos olvidado mientras los días fueron sombríos, ceñudo el cielo y cerrado el horizonte. Recluídos en la estrecha habitación, donde éramos el uno para el otro todo nuestro universo, no pensábamos ya que hubiese otro Cielo, otro Sol, otra Naturaleza fuera de nosotros. Aquellos hermosos días, entrevistos a través de los tejados de una inmensa ciudad, vinieron a despertar-