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parecía enternecido. Harto comprendia, viendo mi dolor al entregar la joya, que yo no la había hurtado. Al contar los treinta luises que me dió, mis dedos dejaron caer aquel oro, como si hubiese sido el precio de una profanación. Oh! ¡Cuántos diamantes veinte veces más valiosos no habría yo dado después por recobrar aquél, aquel diamante único para mí, porque era un pedazo del corazón de mi madre, una de las últimas lágrimas de sus ojos, la luz de su amor!... A qué dedo habrá pasado?...

LXXXV

Pero había llegado la primavera. Ya las Tullerías cubrían por las mañanas a los ociosos con el toldo verde de su follaje y la perfumada nieve de la flor de los castaños. Desde lo alto de los puentes se vislumbraban, más allá del horizonte de piedra de Chaillot y Passy, las largas líneas onduladas y verdeantes de las colinas de Fleury, de Meudon y de Saint—Cloud. Las colinas parecían surgir como islas de frescura y soledad de aquel océano de creta. Me traían al corazón remordimientos y punzantes reproches. Eran las imágenes, los recuerdos, la sed de naturaleza que había dejado en el olvido durante seis meses. Por la noche, la luna flotaba, con sus claridades rielantes, en las tibias ondas del río. El astro soñador abría, a la extremidad del lecho del Sena, avenidas luminosas y perspectivas fantásticas, donde los ojos