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hecho perder, y bajé, con las piernas temblorosas y los ojos húmedos, los peldaños de la escalera.

¡Ah! Si monsieur D, hombre bueno y sensible, protector de las letras, hubiese podido leer en el fondo de mi corazón y comprender que no eran la gloria ni la fortuna lo que iba a mendigar con su obra en la mano aquel joven desconocido, sino que era el amor y la vida lo que yo le pedía, estoy convencido de que habría impreso el volumen. ¡El cielo, siquiera, le habría devuelto el precio!

LXXXIV

Regresé desesperado a mi habitación. El niño y el perro hubieron de asombrarse por primera vez de las tinieblas de mi fisonomía y de la obstinación de mi silencio. Encendí el hornillo y arrojé en él, hoja por hoja, el volumen entero, sin salvar ni una página.

"Puesto que no sirves para comprarme un día de vida y de amor—exclamaba sordamente viéndolo arder—, ¡qué me importa que la inmortalidad de mi nombre se consuma contigo! ¡Mi inmortalidad no es mi gloria, es mi amor." Salí al caer de la tarde. Vendí el diamante de mi pobre madre. Lo había guardado hasta entonces con la esperanza de adquirir su valor con mis versos y devolverle su anillo intacto. Recé furtivamente y mojé de lágrimas el diamante al entregárselo al lapidario. El mismo comerciante