Página:Rafael. Páginas de los veinte años (1920).pdf/216

Esta página no ha sido corregida
214
 

Monsieur D sonrió con ironía mezclada de bondad, movió la cabeza, cogió el manuscrito con dos dedos, habituados a arrugar desdeñosamente el papel; lo dejó sobre la mesa y me dijo que dentro de ocho días me daría una contestación sobre el objeto de mi visita. Salí.

Aquellos ocho días me parecieron ocho siglos.

Mi porvenir, mi fortuna, mi renombre, el consuelo o la desesperación de mi pobre madre, mi amor, en fin, mi vida y mi muerte, estaban en las manos de monsieur D. Unas veces me figuraba que leía mis versos con el mismo enajenamiento que me los había dictado en las montañas o al borde de los torrentes de mi país; que encontraba en ellos el rocío de mi alma, las lágrimas de mis ojos, la sangre de mis jóvenes venas; que reunía a los hombres de letras amigos suyos para leerles aquellos versos; que yo mismo oía, desde el fondo de mi alcoba, el ruido de sus aplausos. Otras veces me avergonzaba de haber entregado a las miradas de un desconocido una obra tan indigna de salir a luz; de haber desvelado mi debilidad y mi desnudez por la vana esperanza de un éxito, que se cambiaría en humillación sobre mi frente en vez de convertirse en alegría y en oro entre mis manos. Sin embargo, mi esperanza, tan obstinada como mi indigencia, se sobreponía a mis sueños y me llevaba de hora en hora hasta la hora señalada por monsieur D.