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pios versos con todo el lujo y la resonancia de un poeta que puede ser vocero de su propio renombre. Llegado a la calle de Jacob, a la puerta de monsieur D, puerta alfombrada de glorias, tuve que redoblar los esfuerzos sobre mí mismo para transponer el umbral; luego, para subir la escalera; luego, más aún, para llamar a la puerta de su despacho. Pero veía detrás de mí el rostro adorado de Julia que me alentaba y su mano que me empujaba; me atreví a todo.

Monsieur D, hombre de edad madura, de rostro preciso y comercial, de palabra clara y breve, como la de un hombre que conoce el precio de los minutos, me recibió cortésmente. Me pregunté qué tenía que decirle. Balbuci un buen rato.

Me extravié en esos rodeos de frases ambiguas con que se oculta un pensamiento que quiere y no quiere llegar al fin. Yo creía ganar valor ganando tiempo. Por fin, me desabroché la levita. Saqué el pequeño volumen. Se lo presenté humildemente y con mano trémula a monsieur D. Le dije que había escrito aquellos versos, que deseaba imprimirlos para alcanzar, si no la gloria, porque no abrigaba tan ridícula ilusión, al menos la atención y la benevolencia de los hombres poderosos de la literatura; que mi pobreza no me permitía sufragar los gastos de la impresión; que iba a someterle mi obra y a pedirle que la publicase si, después de haberla leído, la juzgaba digna de alguna indulgencia o del favor de los espíritus cultos.