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por mi propio esfuerzo medios de decorosa exis tencia en París, o que volviese a la casa familiar y a vivir, en el campo, del pan de todos en la mediocridad y en la resignación. La ternura de mi madre se anticipaba a consolarme de esta dolorosa necesidad. Me pintaba su alegría de volverme a ver. Extendía ante mis ojos la perspectiva, delicadamente coloreada, de los trabajos del campo y los sencillos placeres de la vida rural.

Por otra parte, algunos de los amigos de juego y de placer de mis primeros años de desorden, caídos en la miseria, a quienes encontré en París, me recordaron pequeñas obligaciones que tenía contraídas con ellos, y me rogaron que acudiese en su ayuda. Así fueron despojándome poco a poco de la mayor parte de las economías que yo había amasado para sostenerme en París más tiempo. Tocaba ya al fondo de mi menguada bolsa. Pensé en intentar fortuna por el renombre.

Una mañana, después de violenta lucha entre mi timidez y mi amor, el amor venció en mi.

Oculté entre mis ropas el pequeño manuscrito, encerrado en la carpeta verde; contenía mis poesías, mi última esperanza. Me encaminé, vacilando y retrocediendo a veces en mi designío, a casa de un célebre editor, cuyo nombre va asociado a la gloria de las letras y de la librería francesas: monsieur D. Su nombre fué el primero que me atrajo, porque, independientemente de su fama como editor, monsieur D era un escritor bastante estimado entonces. Había publicado sus pro-