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LXXXII

211 Así transcurrieron, sin más variación que fa de mis estudios y nuestras impresiones, los meses deliciosos del invierno. Llegaban a su fin. Ya los primeros esplendores de la primavera entrelucían en la cima de los tejados, sobre el dédalo húmedo y obscuro de las calles de París. Mi amigo V partió, llamado por su madre. Me dejó solo en la reducida estancia donde me había alojado. V debía volver en otoño. Había pagado la habitación por un año entero. Ausente, todavía me dejaba su fraternal hospitalidad. Le vi marchar oprimiéndoseme el corazón. Ya no tenía nadie a quien hablar de Julia. Mis sentimientos iban a pesar sobre mi corazón con mayor pesadumbre, porque no podría depositarlos en otro corazón. Pero era todavía un peso de felicidad que yo podía sobrellevar. Bien pronto fué un peso de angustia que yo no podía confiar a nadie, y menos a la mujer a quien amaba.

Mi madre me escribió que mi padre había sufrido desastres inesperados de fortuna y quebrantos domésticos tan rudos, que la casa paternal, antes tan holgada, abierta y hospitalaria, había caído en una indigencia relativa. Mi padre se veía obligado a reducirme la pensión a la mitad para poder, y no sin trabajo, atender a la educación de los otros seis hijos. Era necesario, pues —decía mi madre, que me apresurase a buscar