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LXXX

Algunas veces, de pronto, Julia lloraba con una tristeza extraña; era de verme condenado por aquella muerte siempre oculta, pero siempre interpuesta entre nosotros, a no ver en ella más que un fantasma de felicidad que se desvanecería en el momento en que yo quisiera estrecharle contra mi corazón. Gemía y se acusaba de haberme inspirado una pasión que jamás podría hacerme dichoso. "¡Oh, yo querría morir, morir pronto, morir joven y todavía amada!—me decía—. ¡Oh, morir, ya que no puedo ser para ti sino el objeto y la ilusión amarga del amor y la felicidad, el delirio y el suplicio a la vez! ¡Ah! ¡Es la más divina de las venturas y la más cruel de las condenaciones, confundidas en el mismo destino! ¡Que el amor me mate y que tú me sobrevivas para amar, después de mí, según tu naturaleza y tu corazón! Menos infeliz sería si muriese que viendo cómo vivo de tus penas y cómo te entrego a la perpetua muerte de tu juventud y de tu dicha!" "Oh blasfemia contra la suprema felicidad!—le respondí, poniendo mi mano temblorosa bajo sus ojos para que sus lágrimas cayesen en mis dedos. ¿Qué vil idea os habéis formado entonces del que Dios ha considerado digno de hablaros, de comprenderos y de amaros? ¿No hay más océanos de ternura en esta lágrima que cae ardiendo de vuestro corazón en mi mano, que yo