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tonces hacíamos el uno respecto del otro; nuestros encuentros en el lago, cuando bajábamos en dirección contraria, antes de conocernos; sus negros cabellos arrebatados por el viento; mi actitud indiferente; mis miradas que se apartaban de las gentes; el doble enigma que así presentábamos perpetuamente el uno ante el otro, y cuya solución, para ambos, había de ser un amor eterno; luego, el día funesto de la tempestad y el desmayo; la noche de oraciones en la muerte y en las lágrimas, y el despertar en el cielo; el regreso juntos, por la calle de álamos, a la luz de la Luna, mi mano en la suya; sus ardientes lágrimas por mi sentidas y bebidas; las primeras palabras por las que se escaparon nuestras almas; la felicidad, la separación... ¡Todo, en fin!

No podíamos saciarnos de detalles. Era como si nos hubiésemos contado una historia que no fuese la nuestra. Pero ¿qué había ya en el universo fuera de nosotros? ¡Oh inagotable curiosidad del amor! No eres una pueril distracción del momento: eres el amor mismo, que no puede cansarse de mirar lo que admira, que no quiere dejar escapar una impresión, un cabello, una pestaña, un estremecimiento, un rubor, una palidez, un suspiro de lo que ama, para tener un motivo de amar más y de arrojar con cada recuerdo un alimento más a la hoguera de entusiasmo en que él mismo goza de verse consumido!...