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gañan, ¿Quién dirá vos al otro? ¿Quién dirá yo?

¡No hay yo, no hay vos: hay nosotros!..." Y caíamos abrumados de admiración por aquella conformidad maravillosa, llorando de la delicia de sentirnos dobles no siendo más que uno y de haber multiplicado nuestro ser dándole.

LXXIX

A veces, lo más a menudo, eran retrocesos escrupulosamente atentos a todos los lugares, a todas las circunstancias, a todas las horas que habían traído o señalado el principio de nuestro amor: como una joven a quien, según iba andando, se le han desgranado las perlas del collar, y vuelve, paso a paso, y bajos los ojos, sobre su camino para buscarlas y reunirlas una a una. No queríamos perder la memoria de uno de aquellos sitios, de una de aquellas horas, por miedo de perder también la memoria y el goce avaro de una sola de nuestras felicidades. Las montañas de Saboya; el valle de Chambery; las cascadaslos torrentes, el lago, las praderas musgosas, negras de sombra o iluminadas por resplandores que pasaban dispersos a través de los largos brazos extendidos de los castaños; el cielo entrevisto por los claros de la cúpula de follaje; la sabana azul y las velas blancas a nuestros pies; nuestras primeras entrevistas involuntarias, de lejos, en los senderos de la montaña; las conjeturas que en-