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párpados cerrados que parecen recoger en nosotros la imagen recibida para impedir que se escape; desde la languidez hasta el delirio; desde el suspiro hasta el grito; desde el largo silencio hasta esas palabras inagotables que corren de los labios sin pausa y sin fin, que cortan el aliento y fatigan la lengua, que se las pronuncia sin oírlas uno mismo y que en el fondo no significan más que un esfuerzo impotente para decir y repetir lo que nunca puede decirse...

Muchas veces habíamos hablado así horas enteras, a media voz, el codo en la mesita, el rostro cerca del rostro, las miradas casi confundidas, sin darnos ouenta de que la conversación hubiese durado más de lo que dura una respiración; y nos asombraba que los minutos hubiesen corrido tan de prisa como nuestras palabras, y que el reloj diese la hora inexorable de separarnos.

Eran interrogaciones y respuestas sobre los más fugitivos matices de nuestra naturaleza o nuestros pensamientos; diálogos en voz tan queda que apenas se oía; alientos anticulados, más que palabras sensibles; confusiones ruborosas de nuestros más secretos y sordos gemidos interiores; asombros y exclamaciones de dicha al descubrirnos impresiones semejantes, como refiejadas del uno en el otro, como la luz en la reverberación, el golpe en el eco, la figura en la imagen.. Nos levantábamos con un impulso simultáneo, exclamando: "¡No somos dos! Somos un solo ser bajo dos distintas naturalezas que nos en-