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de correr, y sólo gota a gota vertían el torrente de nuestros pensamientos. Entre la confusión de cosas que teníamos que decirnos, no podíamos escoger bastante aprisa lo que más pronto queríamos revelarnos. A veces, se producía un largo silencio, por el mismo embarazo y el exceso de palabras que se acumulaban en nuestros corazones sin poder salir. Luego comenzaban a correr lentamente, como esas primeras gotas que deciden a la nube a fundirse y estallar. Aquellas primeras palabras llamaban a otras, que las respondían. El sonido de la voz del uno suscitaba el sonido de la voz del otro, como un niño arrastra a otro al caer. Nuestras palabras se confundían un momento sin orden, sin respuesta ni continuación, porque ninguno de los dos quería ceder al otro la dicha de anticipársele en la expresión de un sentimiento común. Cada uno de los dos creía haber sido el primero en experimentar lo que revelaba de sus pensamientos desde la entrevista de la víspera o desde la carta de la mañana. Aquel desbordamiento tumultuoso, que acababa por darnos rubor y risa, se apaciguaba al fin, y le sucedía un tranquilo desahogo de nuestros labios, que a un tiempo o alternativamente vertían la plenitud de sus expresiones. Era una transfusión continua y murmurante del alma del uno on la del otro, un cambio sin reserva de nuestras naturalezas, una transmutación completa de ella en mí y de mí en ella, por la comunicación recíproca de cuanto vivía, sentía, pensaba o ardía