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ño. Otras veces encontraba sólo a uno o dos amigos de la casa. Entraban un momento, con la noticia o la emoción del día. Daban a la amistad las primicias de su noche, que iban en seguida a terminar en los salones políticos. Generalmente, eran hombres parlamentarios, oradores eminentes de ambas Cámaras: Suard, Bonald, Mounier, Rayneval, Lally—Tollendal, viejo de alma juvenil; Lainé, la más pura copia de la elocuencia y la virtud antiguas que yo he venerado en nuestros tiempos modernos; romano de corazón, de lengua y de aspecto a quien sólo faltaba la toga romana para ser el Cicerón o el Catón de su época. Sentía yo singular admiración y tierno respeto por esta encarnación de gran ciudadano. También monsieur Lainé me distinguió con miradas y palabras de predilección. Luego fué mi maestro. Si yo tuviese algún día una patria a quien servir y una tribuna que ocupar, el recuerdo de su patriotismo y su elocuencia permanecería ante mí como un modelo, imposible de igualar, pero digno de imitación, siquiera apro ximada.

Aquellos hombres se sucedían en derredor de la mesita de trabajo. Julia estaba medio tendida en su canapé. Yo, respetuoso y callado, en un rincón de la estancia, lejos de ella, escuchando, meditando, admirando o desaprobando para mis adentros, pero rara vez abriendo los labios, a menos que me interrogasen, y sin mezclar en aquellas conversaciones más que palabras reservadas