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—Tanto mejor—repuso. Me cerrarás los ojos y tendrás cuidado de que se cave mi fosa lo más cerca posible de la de mi madre, de mi mujer y de mi hijo.

Me rogó luego que le acercase un arca de madera labrada que estaba oculta bajo un saco de maíz en un rincón de la estancia. Puse el arca sobre su lecho. Sacó de ella muchos papeles, que desgarró en silencio. durante una me dia hora, y cuyos pedazos rogó a su nodriza que echase al fuego delante de él. Había entre ellos muchos versos en todas las lenguas, e innumerables páginas de fragmentos separados por fechas, como recuerdos.

—¿Por qué quemar todo eso?—le dije con timidez—. ¿No tiene el hombre una herencia moral que dejar, como la herencia material, a los que le sobreviven? Ahí has quemado acaso pensamientos y sentimientos que vivificarían un alma...

—Déjame, hacerlo —dijo—; ya hay bastantes lágrimas en este mundo; no hace falta que goteen otras más sobre el corazón del hombre. Estos son—añadió, mostrándome los versos—los primeros aletazos de mi pensamiento; mi pensamiento ha mudado después: ¡ha tomado las alas de la eternidad!...

Y siguió rasgando y quemando mientras yo contemplaba los áridos campos por los vidrios rotos de una ventana.

Por fin volvió a llamarme a su lecho: