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Ebre un amanecer, pero sombra protectora que amparaba, sin ajarlas, aquella juventud, aquella inocencia y aquella hermosura.

Las facciones de aquel hombre ilustre eran negulares, como esas líneas puras de los perfiles antiguos, que el tiempo ha descarnado un poco sin descomponerlas. Sus ojos azules tenían la mirada dulce, pero penetrante, como ojos fatigados que miran a través de ligera bruma. Su boca era fina, jovial, como la sonrisa de un padre a sus hijos. Sus cabellos, escasos por razón de la edad el estudio, tenían la flexibilidad y las ondulaciones del plumón del cisne. Sus manos eran afiladas y blancas, como las de la estatua en que Séneca moribundo dice adiós a Paulina. Su cara, demacrada y pálida por los langos trabajos del espíritu, no tenía arrugas, porque nunca había tenido carne. Algunas venas azules y exhaustas de sangre senpenteaban por las deprimidas sienes.

Su frente, ese órgano que los pensamientos labran y pulen, como última belleza del hombre, reflejaba los fulgores de la humbre. Las mejillas tenían esa delicadeza de piel, esa transparencia de color de un rostro que ha envejecido a la sombra de los muros y que nunca han curtido el sol ni el aire:

tez de mujer que afemina al fin de la vida el rostro de los viejos, les da algo de aéreo, de fugitivo, de impalpable, como una sombra que estaría a punto de volar si se le soplase con fuerza. Sus palabras maduras, reflexivas, naturalmente engastadas en frases breves, claras, luminosas,