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LXXII

Al día siguiente de mi llegada me había presentado Julia al anciano que le servía de padre, y cuyos últimos días iluminaba ella con la irradiación de su alma, de su ternura y de su bondad. Me reci bió como a un segundo hijo. Conocía por ella nuestro encuentro en Saboya, nuestro mutuo afecto fraternal, nuestra diaria correspondencia y aquella afinidad de nuestras almas revelada por la conformidad de nuestros instintos, muestras edades y nuestros sentimientos. Sabía la pureza sobrenatural del cariño que la naturaleza y la sociedad nos impedirían alterar jamás. No sentía inquietud ni celos sino por la dicha, el renombre y la vida de su ahijada. Temía únicamente que hubiese sido seducida o engañada por esas primeras miradas, que unas veces son la revelación y otras la ilusión de las jóvenes, y que hubiese dado su corazón a un hombre creado por su imaginación tan sólo. Mis cartas, de las cuales ella le leía muchos pasajes, le habían tranquilizado un poco, sin embargo. Sólo mi fisonomía podía decirle si mis sentimientos eran como las cartas, porque el estilo puede mentir, pero el rostro nunca, El anciano me examinó con esa atención inquieta que se oculta bajo una mirada un momento replegada. Pero, según iba contemplándome e inte rrogándome, veía yo aquella mirada abrirse, esclarecerse de íntima satisfacción, enternecerse de con-