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peine no dejarán de contribuir a su adorno; calzado lustroso, limpia ropa blanca, un traje, siempre negro, cepillado por mis propias manos y abotonado hasta el cuello, como los discípulos de las escuelas de adolescentes; una capa militar recogida sobre el hombro izquierdo y que prote gía al vestido de las salpicaduras de la calle; ta!

era el traje, uniforme, sencillo y obscuro, que, sin revelar mi situación, no mostraba lujo ni miseria, y me permitía pasar desde mi soledad a un salón, sin atraer, pero también sin chocar, a los ojos de los indiferentes.

Salía a pie, porque el precio de una carrera de coche me habría costado un día de vida. Seguía las aceras, pegado a los muros de las casas; huía de las calles populosas. Andaba despacio y de puntillas para que no me salpicase el barro, que en el salón, alumbrado por bujías, habría de Iatado al humilde peatón. No me apresuraba, porque sabía que Julia recibía todas las noches a los amigos de su marido en su gabinete o en su salón. Quería que el último coche se separase de la puerta antes de llamar a ella. Me reservaba de este modo, no sólo para evitar observaciones sobre la asiduidad con que un joven visitaba la casa de una mujer tan joven y tan bella, sino, principalmente, para no compartir su mirada y sus palabras con los indiferentes a quienes, por fuerza, a aquellas horas, tenía que sostener y animar la conversación. Me parecía que cada uno de ellos me hurtaba una parte de su pre—

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