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hubiesen ofrecido en aquel momento una embajada que me alejase de París, y un palacio para dejar mi yacija en mi antecámara, habría cerrado los ojos para no ver la fortuna, y los oídos para nó escucharla. Era demasiado feliz en mi obs curidad, con la luz, para los demás invisible, que esclarecía y abrasaba mis noches.

Mi felicidad se levantaba cuando declinaba el día. Comía, generalmente, solo en mi celda. Pan, un trozo de buey cocido y sazonado con perejil, y algunas ensaladas, componían habitualmente mi refacción. No bebía más que agua, para ahorrarme el gasto de un poco de vino, tan nece sario para corregir el agua, insípida y con frecuencia pestilente, de París. De ese modo, veinte sueldos diarios bastaban para mi mesa. Con eso alimentaba también al pobre perro que había adoptado.

Después de comer me tendía en el lecho, abrumado por la soledad y por el trabajo del día; así abreviaba, gracias al dueño, las largas horas nocturnas que todavía me separaban del solo instante en que comenzaba verdaderamente el tiempo para mí; horas que los jóvenes de mi edad gastan, como yo lo había hecho antes de mi transformación, en los teatros, en los lugares públicos y en las dispendiosas distraccio nes de una capital.

A las once me despertaba. Me vestía con la sencillez decorosa de quien ya cuenta con que la estatura, la apostura y el cabello ondulado por el