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El mismo me introdujo en casa de monsieur de Hauterive, director de los Archivos, y le autorizó para franquearme los documentos de nuestras negociaciones. Monsieur de Hauterive, anciano encanecido sobre los legajos, era la tradición inmutable y el dogma viviente de nuestra diplomacia. Con su estatura imponente, su voz sorda, sus cabellos espesos y empolvados, sus largas cejas que som breaban unos ojos tiernos y profundos, tenía el aspecto de un siglo que hablase. Me recibió como un padre, contento de transimitirme la herencia de sus viejas economías de ciencia; me hizo leer, compulsar, trabajar y anotar bajo su mirada, en su despacho. Dos veces por semana iba yo a estudiar unas horas bajo su dirección. Siento cariño por el recuerdo de aquella jugosa y pródiga ancianidad, que así se daba a un joven de quien ni siquiera el nombre conocía. Monsieur de Hauterive murió durante el combate de julio de 1830 y al ruido del cañón que desgarraba la política de la Casa de Borbón y los tratados de 1815.

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Tal era la ocupación de mis días, todo estudio y recogimiento. Yo no deseaba más; mi misma ambición de entrar en una carrera no era, en el fondo, sino la ambición de mi pobre madre y el dolor de gastar su diamante sin darle alguna compensación con la mejora de mi suerte. Si me f

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