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ternal; su retirada a aquel resto del cobijo familiar, donde no tenía más compañero que el anciano vaquero que le servía sin soldada, por amor al nombre de la casa; y, en fin, su enfermedad de desfallecimiento, que había de llevarle—decía—, con las hojas de otoño, a yacer en el cementerio de su aldea, junto a los que había amado. La sensibilidad de su imaginación se revelaba hasta en la muerte. ¡Se le veía transmitírsela al césped ya los musgos que florecerían sobre su tumba!

—¿Sabes lo que me aflige más?—me decía, mostrándome con el dedo la hilera de pajarillos parados sobre la cornisa del lecho—. Pensar que en la primavera próxima esos pobres pequeñvelos, de quienes yo he hecho mis últimos amigos, me buscarán en vano en mi torre, y no encontrarán ya vidrio roto por donde entrar en la hab tación, ni en el suelo una brizna de lana de mi colchón para hacerse el nido. Pero la nodriza a quien dejo mi pobre capital tendrá cuidado de ellos mientras viva—repuso como para consolarse a sí mismo—; y después de ella... ¡después, Dios!

"El da a los pajarillos el sustento."

Se enternecía hablando de aquellos animalitos. Veíase que la ternura de su alma, repelida o desamparada por los hombres, se había refugiado en los animales.

—¿Pasarás algún tiempo en nuestra montaña? me dijo.

—Si—le respondí.

Rafael
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