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mi espíritu. Entreveía, no sin dolor, que las vie jas formas contienen mal las ideas nuevas, y que nunca la monarquía y la libertad podrían atarse con el mismo nudo sin una perpetua tirantez, y que esta tirantez agotaría las fuerzas del Estado; que la monarquía sería eternamente sospechosa, y la libertad, eternamente traicionada.

LXVIII

De aquellos estudios generales pasé, durante algunos meses, a otro que me embargaba tanto más el espíritu cuanto que, por su naturaleza más árida, más seca y más glacial, era más ajeno al corazón de un joven ebrio de fantasía y amor.

Me refiero a la Economía política o ciencia de la riqueza de las naciones. V la estudiaba con más curiosidad que pasión. Los libros italianos, ingleses y franceses escritos hasta entonces sobre esta ciencia abrumaban sus mesas y sus estantes. Los leímos juntos, discutiendo y escribiendo las reflexiones que nos sugerían. Esta ciencia de la Economía política, que sentaba entonces, y todavía sienta hoy, más axiomas que verdades, y plantea más problemas de los que resuelve, tenía precisamente para nosotros el atractivo de um misterio. Nos servía, además, de interminable metivo para esas conversaciones de labios afuera que dan trabajo a la inteligencia sin turbar el fondo del alma; que permiten sentir, sin dejar de char-