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hicieron entonces, y han seguido siendo después, los dos estadistas modernos de mi predilección.

Montesquieu me pareció al lado de ellos un disertador erudito, ingenioso y sistemático; Fenelón, divino, pero quimérico; Rousseau, más apasionado que inspirado, gran instinto más que gran verdad; Bossuet, lengua de oro, alma aduladora, reuniendo en su conducta y en su lenguaje ante Luis XIV el despotismo de un doctor y las complacencias de un cortesano.

De estos estudios. históricos y oratorios pasé, naturalmente, a la política. El sentimiento del yugo, apenas roto, del Imperio, y el horror del régimen militar que acabábamos de sufrir, me impuisaban a la libertad. Los recuerdos de familia, los compromisos de amistad, lo patético de aquela familia real, pasando del trono al cadalso y al destierro y nuevamente del destierro al trono; aquella princesa huérfana en el palacio de sus padres; aquellos ancianos tan coronados por el infortunio como por sus abuelos; aquellos príncipes de cuya juventud y cuyas desventuras, severos preceptores, podía esperarse todo; todo esto me hacía desear que el antiguo trono y la libertad reciente pudiesen conciliarse con la realeza de nuestros padres. El Gobierno habría reunido así los dos grandes prestigios de las cosas humanas: la antigüedad y la novedad, el recuerdo y la esperanza. Era un hermoso sueño, natural a mi edad.

Cada mañana se disipaba una parte de él en