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que una vez amó, y que llora con lágrimas de la misma agua por la pérdida de un imperio que por la pérdida de un animal!...

LXIV

1 Durante aquellos millares de horas, y así encérrado entre la estufa, el biombo, la claraboya, el niño y el perro, releí toda la antigüedad escrita, excepto los poetas de que nos habían saturado en el colegio, y en cuyos versos no distinguían entonces nuestros ojos fatigados más que cesuras, largas o breves. Triste efecto de una saciedad precoz que marchita en el alma del niño la flor más coloreada y perfumada del pensamiento humano. Pero releí a todos los filósofos, a todos los oradores y a todos los historiadores en sus lenguas respectivas. Adoraba, principalmente, a los que reunían en si estás tres potencias del entendimiento: el relato, la palabra, la reflexión. El hecho, el discurso, la moralidad. Tucídides y Tácito sobre todos los demás.

Luego, Maquiavelo, ese sublime práctico de las enfermedades de los imperios. Después, Cicerón, ese vaso sonoro que todo lo contiene, desde las lágrimas privadas del hombre, del marido, del padre, del amigo, hasta las catástrofes de Roma y del mundo, hasta los trágicos presentimientos de su propio destino. Cicerón es como un filtro donde todas las aguas se posan y se clarifican sobre un fondo de filosofía y divina serenidad, y que luego deja dilla-