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la de mi padre, caída en la miseria y transplantada a París. Viéndome siempre asomado al tragaluz, que daba sobre la habitación de su madre, el niño acabó por simpatizar conmigo. Se consagró a mi servicio voluntaria y gratuitamente.

Me hacía todos los recados en la calle; me traía mi trozo de pan, un poco de queso y las frutas para el almuerzo; iba todas las mañanas a comprarme provisiones en la frutería. Yo tomaba esta frugal refacción en mi mesa de trabajo, en medio de los libros abiertos y las páginas interrumpidas.

El niño tenía un perro negro, que un extranjero se dejó olvidado en el hotel. No se separaban. El perro también acabó por unirse a mí, como el niño. Una vez que habían subido la breve escalera de madera, ya no querían bajarla. Durante la mayor parte del día permanecían juntos, acostados o jugando sobre la estera, a mis pies, debajo de la mesa. Más tarde, me llevé de París el perro y le tuve conmigo muchos años, como un recuerdo fiel y amante de aquellos tiempos de soledad. Le perdí, no sin llorarle, en 1820, al atravesar los bosques pantanosos de Pontins, entre Roma y Terracina. El pobre muchacho creció y aprendió el oficio de grabador, que ejerce, con talento, en Lyón. Habiendo oído luego, desde su taller, la resonancia de mi nombre, vino a visitarme, y lloró de alegría al volverme a ver y de tristeza al enterarse de la pérdida del perro.

¡Pobre corazón del hombre, que necesita todo lo