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para una nube de gorriones y golondrinas que se arremolinaban en el suelo, a sus pies.

Volaron las aves al ruido de mis pasos, y fueron a posarse en la cornisa de la sala, en las columnas y en los bordes del cielo del lecho. Rcconocí a Rafael a través de su palidez y su ilacura. Su rostro no había perdido carácter al perder juventud; únicamente había cambiado de belleza. Ahora era la de la muerte. Rembrandt no habría buscado otro tipo para el Cristo en el huerto. Los negros cabellos caían en bucles sobre sus hombros, como los de un labrador des pués del sudor de la jornada. Su barba era luenga, pero tenía en su arranque una simetría natural que dejaba descubrir el corte gracioso de los labios, la prominencia de las mejillas, las arcadas de los ojos, la finura de la nariz, 'la concavidad pensativa de las sienes, la blancura de la piel. Su camisa, abierta por el pecho, dejaba ver un torso descarnado, pero musculoso, que habría dado majestad a su estatura si su debili dad le hubiera permitido erguirse.

Me reconoció a la primera ojeada; dió un paso para venir a abrazarme, y volvió a caer en el borde del lecho. Yo fuí a él, Lloramos primero, y hablamos después. Me narró toda su vida, siempre truncada por la fortuna o por la muerte en el instante en que él creía recoger la flor o el fruto; la pérdida de su padre, la de su madre, la de su mujer y su hijo; después, sus reveses de fortuna, la venta forzada de la hacienda pa!