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177 Todo esto, y, sobre todo, el ocio forzoso en que me tenía la obsesión de un pensamiento único, el desdén por todo lo demás, la carencia de dinero que me prohibía toda distracción, y la reclusión claustral en que me había encerrado, me condenaba a una vida de estudio tan intenso y apasionado como yo no había conocido hasta entonces. Pasaba el día entero sentado ante una mesita de trabajo, alumbrado por el tragaluz que daba al patio del hotel de Richelieu. Un hornillo de barro calentaba la habitación; un biombo aislaba la mesa y la silla y me libraba de las miradas de los jóvenes elegantes que venían frecuentemente a visitar a mi amigo. Había en el horizonte de aquel vasto patio retumbar de carruajes, silencios y algunos hermosos rayos de sol de invierno que luchaban con la bruma que se alzaba de las calles de París. Aquellos ruidos y aquellos silencios me recordaban algo los juegos de luz, los ruidos del viento y das brumas transparentes de mis montañas.

En el patio veía jugar algunas veces a un guapo chiquillo de ocho o diez años. Era el hijo del portero. Su cabeza de ángel doliente; su hermoso cabello hecho budles sobre la frente; su fisonomía inteligente y sensible, me traían a los ojos las cándidas figuras de los niños de mi país. Su familia era, efectivamente, de una aldea vecina de RAFAEL 12