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no pude dormir hasta la primera luz del alba, cuando ya llenaban los gritos de los vendedores las calles de París. ...



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Fueron aquéllos los días más inmutables de mi vida, porque no fueron sino un solo pensamiento concentrado en mi alma y en mi misma fisonomía, como un perfume del cual no se quiere dejar evaporarse una sola particula exponiéndola al aire exterior.

Me levantaba a la primera claridad del día, tardío en la sombría alcoba de la antecámara donde mi amigo me albergaba como a un mendigo del amor. Empezaba mi jornada por una larga carta a Julia. Así reanudaba, con la cabeza en scsiego, la conversación de la víspera. Explayaba las ideas que se me habían ocurrido después de separarme de ella. ¡Tiernos olvidos, deliciosos re, mordimientos del amor de que él se acusa, que él se reprocha y que le privan de todo sosiego hasta que los ha reparado; diamantes caídos del alma o de los labios del objeto amado, que hacen retroceder sobre sus pasos el pensamiento del amante para reunirlos y aumentar el tesoro de sus sentimientos! Julia recibía esta carta al despertar, como una continuación de la conversación de la noche, que hubiese proseguido en voz baja, en su estancia, durante su sueño. Yo también recibía la respuesta antes del mediodía.

Apaciguado así mi corazón de la turbación de la madrugada, empezaba a dominarme la impa-