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LXII

Julia me presentó a monsieur de Bonald como el joven cuyos versos había leído. El se asombró de mi juventud y me acogió con indulgencia. Habló con Julia con la llaneza paternal de un hombre ilustre por el talento y serenado por la edad que busca en una mujer joven un vago reflejo de belleza para sus ojos y unas horas de tranquila charla para rematar el día. Su voz era profunda, como una voz que viene del alma. Su conversación se explayaba con esa grave y graciosa negligencia de un espíritu que se desciñe para reposar. El acento de aquel excelente anciano era a su palabra lo que el carácter a su frente. Como la conversación se prolongaba y el reloj señalaba la media noche, crei que debía yo salir el primero para disipar toda sombra de sospecha de una familiaridad demasiado íntima en el ánimo de aquel amigo de la casa, más antiguo y respetable que yo. No me llevé más que una mirada y un silencio como premio de una espera tan abrasadora y un viaje tan duro. Pero me llevaba también su imagen y la certidumbre de verla ya todos los días; era bastante, era demasiado. Discurrí mucho tiempo por los muelles de París, abriendo mi capa al aire y mis labios al viento para refrescar mi pecho y calmar la fiebre de felicidad que me agitaba. Cuando volví a casa, V llevaba varias horas durmiendo. Yo