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LXI

173 No sé cuántos minutos estuvimos así, ni cuántos millares de interrogaciones y respuestas, torrentes de lágrimas y olas de alegría pasaron sin expresarse entre sus labios mudos y mis labios cerrados, entre sus ojos húmedos y los míos, entre su fisonomía y la mía. La felicidad nos había dejado inmóviles. El tiempo no existía ya.

¡Aquello era la eternidad en un instante!

Se oyó un aldabonazo en la puerta y pasos en la escalera. Me levanté. Ella volvió, vacilante, a sentarse en el sofá. Me senté al otro extremo, en la sombra, para ocultar el enrojecimiento de mis mejillas, abrasadas por las lágrimas. Un hombre de edad ya avanzada, de imponente estatura y rostro noble, luminoso y dulce, entró en la estancia a pasos lentos y se acercó, sin hablar, al canapé. Besó paternalmente la mano trémula de Julia. Era monsieur de Bonald. A pesar de que la llegada de un desconocido había roto mi éxtasis con su aldabonazo, bendije en mis adentros a monsieur de Bonald por haber venido a cortar una primera mirada en que la razón podía sucumbir a la embriaguez. Era uno de esos momentos en que el alma necesita ese hielo que el acento de un hombre prudente echa al incendio de los sentidos para templar de nuevo el resorte de una enérgica resolución.