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reflejos de la lumbre en el espejo; el fulgor de la lámpara colocada en un ángulo de la chimenea y que iluminaba sus mejillas; la excitación de la espera, de la impaciencia y del amor, daban a su rostro in esplendor de juventud, coloración y vide que la hacían aparecer transfigurada por el amor.

Mi primer grito fué un grito de alegría y un pasmo de dicha all verla más viva, más bella y más inmortal a mis ojos que nunca había podido verla bajo el más dulce sol de Saboya. Al mismo tiempo que su figura entraba por mis ojos, invadió mi corazón un sentimiento de posesión eterna y de engañosa seguridad. Al verme intentó balbucir algunas palabras, pero no pudo. La emoción hacía temblar sus labios. Caí a sus pies y posé la boca en el tapiz que hollaba con sus pasos. Alcé la frente para volver a mirarla y cerciorarme de que su presencia no era un sueño.

Puso una mano sobre mis cabellos, que se es tremecieron, y, apoyándose con la otra en el ángulo de mármol, cayó también de rodillas ante mí.

Nos mirábamos a distancia y buscábamos palabras que nos impedía encontrar el exceso de dicha. Permanecimos en silencio, sin otro lenguaje que aquel silencio mismo y aquella prosternación del uno ante el otro. Prosternación llena de adoración en mí, llena de felicidad reprimida en ella; actitud que claramente decía: "Se adoran; pero hay entre ellos un fantasma de muerte. Se embriagarán en sus miradas; pero nunca se estrecharán entre los brazos!"