por gastar horas ociosas, el pulso de dos corazones que contaban su martirio por sus palpitaciones! Por fin, apareció V. Corrí en pos de él.
Me dejó a la puerta y subí.
LX
Si mil años viviera, no olvidaría aquel momento y aquella visón. Estaba ella de pie, a la luz, con el codo negligentemente apoyado sobre el mármol blanco de la chimenea; el esbelto talle, los hombros y el perfil, reflejados y duplicados por el espejo; el rostro, vuelto hacia la puenta; los ojos, fijos en un obsouro pasillo que precedía al salón; la cabeza, un poco tendida o inclinada, en la actitud del que quiere escuchar un rumor de pasos que se acercan. Viestía traje de luto, de seda negra, guarmecido de encajes, negros también, alrededor de la garganta, y del talle a los pies.
Aquellos encajes, chafados por los almohadones de la butaca en que solían retenerla su indolencia y la languidez de su vida, se asemejaban a los racimos negros del saúco cuando el viento los ha desgranado.
La obscuridad del vestido no dejaba a la luz más que los hombros, el cuello y la cara. El iluto de la ropa se completaba con el luto natural de los negros cabellos, recogidos por bajo de la nuca.
La uniformidad del color subrayaba aún más la esbeltez y la graciosa flexibilidad de la figura. Los