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la nieve y con los pies descalzos habría hecho el camino sin sentirme menos orgulloso ni menos feliz. De ese modo ahorraba un luis o das, con los cuales compraría días de felicidad. Llegué a extramuros de París sin haber sentido los baches ni las piedras en todo el camino. La noche estaba sombría; llovía a torrentes. Me eché el equipaje al hombro, y fuí a llamar a la puerta del modesto alojamiento del conde V.

Me esperaba. Me abrazó y me habló de ella.

Yo no me cansaba de interrogarle y oírle. ¡Vería a Julia aquella misma noche! V iría a anunciarle mi llegada y a preparart'a en su alegría.

Cuando todo el mundo hubiese salido del salón de Julia, V, que se habría quedado el último, vendría a avisarme a un café próximo, donde yo estaría esperando, e iría a arrojarme a sus pies.

Hasta que no me dió todas estas noticias, no pensé en secar mis ropas en la estufa, tomar algún alimento e instalarme en la sombría alcoba de su antecámara. La antecámara recibía luz de una claraboya, y calor, de una estufa. Me vesti con el suficiente decoro para que ella no tuviese que avergonzarse del que amaba, ante sus amigos.

A las once salimos juntos y fuimos a colocarnos bajo el balcón que yo ya conocía. Había tres coches a la puerta. V subió, y yo fuí a esperarle en el lugar convenido. ¡Cuán larga fué la hora que pasé esperando! ¡Cómo maldecía yo aquellos visitantes, indiferentes acaso, cuya involuntaria inoportunidad detenía sin saberlo, y